Desde ahora ¿Qué podría uno imaginarse acerca de las telecomunicaciones contemporáneas con su instantaneidad, con todo el flujo y todo tipo de información que pareciese difícil ya delimitar, que no cesa de crearse, adaptarse, emerger y más no acabar?
Mensajes de emisor(es) a receptor(es) en desfases de segundos, que un futuro se proyecta que sean milésimas de uno, o mejor dicho centésimas, que cada vez, a través de los aparatos, el tiempo involucrado será más preciso, para saber lo que queremos saber ahora ya.
Si tú naciste en alguna época ajena a esto, pues debes saber que tampoco te estás quedando fuera de la que vivimos actualmente, pues compartimos las vibraciones y la radiación que se esparcen en el aire que respiramos desde finales del siglo XIX. Tal como llegan las señales de tu cuerpo a tus nervios cerebrales, la información digital recorre su sistema invisible de venas hacia sus antenas.
A aproximadamente 3.019 kilómetros de distancia yo esperaba tu mensaje. En el aparato, la señal de su luz intermitente me hacía pensar en un faro de tu región, de Magallanes. En un principio me costó creer que gracias a la informática todo así se minimizara, pixeles de una pantalla que parte de tu existencia representara, ondas sonoras que desde el parlante el aparato propagaba.
A sabiendas los dos de que el mensaje cruzaba tempestades, ignoramos temores, pues las noches de voces, escritos y fotos digitales generaban más que lazos comunicacionales, yo estaba pendiente.
Pero a veces no basta, cuando el calendario se desgasta y ya no estás tras el haz de luz en movimiento, ya no sé si vale la pena cuestionarse si la suerte ha de estar echada, ya sabes los múltiples desenlaces de un libro que se acaba, por eso, antes que lo cerrases:
A medias dejé una carta,
que trataba de tu voz ronroneada,
que trataba de tu voz ronroneada,
que solo a través del aparato
tu frecuencia, mi frio interno apaciguaba.
Ah tu sonido,
tu sonido que viajaba
Ay en mi oído,
en mi oído se me acurrucaba.
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